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Las huellas recogidas

Mientras el frío golpea -suavemente- con sus manos mi espalda y Snataum Kaur repite un mantra inacabable, releo Las huellas recogidas de Juan Valdano. Es, tal vez en esta mezcla de percepciones en donde se intensifica el efecto de Valdano; sus personajes, el tiempo, el espacio y la trama conforman un núcleo que da vueltas en mi cabeza como trompo de recuerdos lejanos. Y es que en la mayoría de los cuentos de Las huellas recogidas encontramos historias que adoptamos como nuestras. Cada uno de sus personajes parecieran reclamarnos la dignidad extraviada de una vida injusta, marginal y cruel, tal vez como eternos niños errantes en un territorio que los desconoce, los hace a un lado y los devuelve a su patio desolador. En ese punto me identifico con el protagonista de la Araña en el rincón, por ejemplo: un anti héroe por excelencia, un muchacho semi idiota acusado de un crimen o tal vez algo semejante que supuestamente cometió. Si embargo, como es lógico suponer, este joven no logra encontrar la respuesta a aquella situación, ni mucho menos descifrar los códigos de una sociedad que lo ha relegado a un plano inferior, en cuyos pliegues lo espera el dolor, la desesperanza, la pobreza y el abandono -constituyéndose por siempre- en los compañeros que acarician sus pesadillas de cuna. Así también, tenemos a Rosita la fosforera, protagonista del relato La auténtica historia de Rosita la fosforera o un inverosímil cuento de brujas. Tal cual como el relato anterior, Rosita la fosforera es víctima de un sistema deshumanizado; un pueblo entero la desprecia por su forma de caminar y vestir, además de cómo se gana la vida: sube a los escenarios de un boliche cualquiera y recita o cuenta chistes que más bien parecen lamentos. Es tal la desgracia de Rosita la fosforera, que termina vendiendo “polvos insecticidas y otras cosas afines, productos que únicamente le compran los indios”. Sin embargo, la pobre dama, afectada por las burlas de los “blancos”, ahora se venga de los indígenas tratándolos de “ignorantes y brutos”. En el relato, Voces del subsuelo volvemos a reencontrarnos con otro tipo de marginalidad existencial: la vejez. Sumado a ello, la enfermedad, el abandono, la cercanía de la muerte va dando vueltas como mosca atontada de tanto olor rancio y decrepitud.

Todas las historias anteriormente citadas acontecen en la escenografía única de Santa Ana la Antigua; un pueblo en que van mutando sus múltiples personajes en una danza desesperada por escapar del dolor, la pobreza y la muerte. Sin embargo lo sabemos; desde antes de nacer el destino de cada cual ya estaba trazado en las manos de este mundo. Ahora lo que queda es vivir en los misterios del universo interior, convivir consigo mismos en un tiempo circular que los conducirá siempre al mismo lugar; el origen. Tal vez en ese punto encuentren las respuestas más difíciles referidas a su existencia. Pero aquello es materia de otros cuentos que Juan Valdano (Cuenca, Ecuador, 1940) debe estar preparando para quienes admiramos su lenguaje único, lleno de símbolos, aromas, sabores y colorido. Por que Valdano es eso; una voz que acarrea un universo propio. Y sus palabras -como joyas preciosas- van coloreando historias de todas las épocas y culturas de su Ecuador amado. No sabría explicar el porqué, pero Juan Valdano me parece un campesino que cuenta fábulas auténticas y llenas de sentido como el tío Celerino de Juan Rulfo. Es por esto que agradezco a las librerías de las calles de Valparaíso, en donde un día de marzo del 2010, encontré abandonadas estas hojas que componen el corazón de Las huellas recogidas.

 

Marco López

   Escritor

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