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No es sorpresa la pobreza: Chile y el estallido del neoliberalismo

Quién iba a decir que Chile, la Corea del Norte del neoliberalismo, el mejor alumno de la Escuela de Chicago, el ejemplo favorito de Vargas Llosa, el oasis de democracia liberal del cono sur, que había sabido mantener a raya cualquier intento de populismo, iba a explotar un día. Pero explotó. Y lo que nos sorprende es que nos sorprenda. Porque desde 1998, al menos, que han sido cientos los estudios que han descrito el problema de la inequidad chilena, la crisis de representación, y el malestar por la frustración que sentía su población, ante el incumplimiento de la promesa fundamental del modelo: al que trabaja y estudia le irá bien en la vida.

En la cuna del neoliberalismo, que nació impuesto de la única forma en que hubiese sido aceptado de esa manera por un pueblo, que fue quebrándonos la dignidad junto con los huesos con una dictadura cruenta, se privatizó todo: la salud, la educación, las pensiones, la riqueza, los medios de comunicación, y hasta el agua. Este Chile de la injusticia, es también un mal ejemplo de economía para el propio neoliberalismo, porque el secreto de su éxito avergüenza.

La economía chilena es una economía desindustrializada, cuyo prácticamente único modelo es la exportación de cobre y madera, que poco rinden, junto a un Estado jibarizado, por las privatizaciones, pero también porque le quitaron prácticamente todas sus responsabilidades sobre lo social y económico. Cómo -Y ese es el cemento de nuestra sociedad y nuestro secreto mejor guardado-, pues cargándole todos los deberes de lo público a la deuda privada. Endeudando a las personas. Y lo hicieron a través de dos mecanismos. Los bancos, como es lógico, pero también y sobre todo a través de las multitiendas y cadenas de supermercados, que, en Chile, aparentemente son vendedores de ropa y abarrotes, pero que, en realidad, son prestamistas financieros que nunca consolidan sus deudas, que las eternizan transformándolas en condena y al consumidor en esclavo de su acreedor.

Y es que en Chile somos neoliberales hasta en la exclusión, porque hasta ser pobre se compite en Chile. Como en la película los juegos del hambre. Porque el subsidio es al individuo, no a la oferta o a las instituciones. Entonces, si no eres suficientemente pobre, no calificas porque entras a ser parte de esa clase media vulnerable, que, al no entrar en el beneficio, vuelve a ser pobre.


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Por eso me sorprende que nos sorprenda. Y es que yo fui candidato presidencial tres veces en Chile, precisamente, intentando realizar reformas que llevasen este malestar y desigualdad, al terreno del bienestar y la equidad, pero, tranquila, secuencial y pacíficamente. En 2009 lo intenté solo, pero en las elecciones de 2013 y 2017 fuimos varios los y las candidatos y candidatas que se atrevieron a enarbolar estas demandas y plantear las mismas soluciones que se debaten hoy en Chile, pero que ahora se hacen desde la urgencia y la emergencia: asamblea constituyente y nueva constitución, impuesto a los súper ricos, nacionalización de las riquezas naturales, descentralización, transformación al sistema de pensiones, de salud, educación pública y gratuita, y un largo etcétera fueron parte de nuestros programas de gobierno, y ese mismo etcétera está hoy en la calle. Pero perdimos.

La sorpresa para mi entonces no es esta crisis social. Lo que yo me pregunto, primero, es como una sociedad puede aguantar tanto tiempo tanto abuso y tanta burla, y luego, porque los proyectos progresistas -ninguno de ellos- logramos encarnar para el electorado una respuesta que iba, precisamente, en las líneas de lo que la ciudadanía demandaba.

Pero qué hacemos. Soy responsable. Nuestro sistema político, que viene fatigado desde hace décadas -la abstención electoral ya estaba en el 50 y 60% hace rato- necesita relegitimarse para poder tomar medidas económicas heterodoxas, que le permitan arrancar hacia adelante, vale decir, hacia la reconstrucción de nuestro tejido social y de la vida digna de la gente. Para lograr eso, mi propuesta para 2020 -que es la misma desde 2013- es hacer lo que hicimos en el 88 para salir de la dictadura: un plebiscito, que nos permita cerrar por fin la transición y diseñar, entre todos y todas, nuestra propia democracia económica. Reordenar las reglas del juego, para que no siempre ganan los mismos, Por eso, propongo, primero que todo, hacer un plebiscito para una Nueva Constitución y una Asamblea Constituyente.

Marco Enriquez-Ominami

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