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El caballo perdido

Por Marco López Aballay, Escritor

Esta joya literaria fue publicada el año 1943 y aún resuenan sus ecos sobre los cuatro vientos de la literatura Uruguaya, y por qué no decirlo, de la literatura universal también. Su autor, Felisberto Hernández (1902-1964, Montevideo, Uruguay), nos propone un viaje en su micro universo psicológico e íntimo, en donde los recuerdos giran en torno a su maestra de piano -Celina- cuando el autor-protagonista, tenía diez años de edad y la visitaba en su sala de clases particular. Aquel retorno se complejiza mientras la trama va desarrollando una escenografía laberíntica, microscópica y cargada de detalles que podrían ser interpretados como carentes de sentido e incluso absurdos. Pero ahí radica la riqueza literaria de Felisberto, vale decir, en la aparente inocencia con que sus ojos enfrentan la existencia y en la insistencia de un hecho cualquiera, se nos abre un mundo inexplorado, lleno de matices, símbolos, aromas, sensaciones y pensamientos que difícilmente dejará indiferente al lector.

El autor tiene la capacidad de observar los acontecimientos cotidianos desde una óptica única, misteriosa, onírica y no menos inquietante, donde el humor, el despliegue de las palabras y los pensamientos confusos se arremolinan cuesta abajo en un viaje sin retorno; debemos seguir el sendero que juega con la imaginación y la sensación que algo extraño está sucediendo. Al analizar el tejido dramático, nos damos cuenta que la puesta en escena no cuadra con la realidad a la que estamos acostumbrados a vivir. Pero ya es demasiado tarde; el autor nos ha hechizado y no queda más que seguir su jugarreta y pataleta de niño a ratos enamorado, a ratos rabioso, onírico, existencialista y gracioso. El insiste en mostrar lo extraordinario y sorprendente que suele ser una escena cualquiera, de tal manera que busca -y efectivamente encuentra- el lado desconocido -acaso una radiografía- de la realidad circundante. Leamos lo que acontece en la siguiente situación:

“Lo que nunca se dormía del todo, era una cierta idea de magnolias. Aunque los árboles donde ellas vivían hubieran quedado en el camino, ellas estaban cerca, escondidas detrás de los ojos. Y yo de pronto sentía que un caprichoso aire que venía del pensamiento las había empujado, las habría hecho presentes de alguna manera y ahora las esparcía entre los muebles de la sala y quedaban confundidas con ellos. Por eso más adelante -y a pesar de los instantes angustiosos que pasé en aquella sala- nunca dejé de mirar los muebles y las cosas blancas y negras con algún resplandor de magnolias. Todavía no se habían dormido las cosas que traía de la calle cuando ya me encontraba caminando en puntas de pie -para que Celina no me sintiera- y dispuesto a violar algún secreto de la sala”.

Lo que nos queda entonces del autor es su capacidad de dar vida a objetos y situaciones inanimadas y aparentemente sin importancia. El impuso una realidad antojadiza y acaso caprichosa de creador rebelde, auténtico, obsesivo y estructurado fuera de toda norma común y racional. Ello nos insta a reflexionar sobre varios puntos: ¿cómo abordamos una creación literaria?, ¿sirve más la forma o el contenido de un texto? ¿Podemos traspasar nuestros miedos, misterios y reflexiones más íntimos a la palabra escrita? En Felisberto Hernández todas las preguntas o propuestas literarias cobran sentido, él se encargó de romper el frío molde de la literatura con historias suspendidas en el tiempo y en diversas dimensiones que apuntan a lo desconocido. Optó por explorar objetos y situaciones carentes de toda lógica. Podríamos pensar en un proyecto ambicioso o más bien inocente si se quiere. Pero de algo estamos seguros, es que Felisberto Hernández descubrió una nueva forma de escribir y narrar historias que permanecen imborrables en quienes amamos el arte de la palabra escrita.

 

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